Hace unas semanas, en el transcurso de un curso de “finanzas para no financieros” nos enseñaron un poderoso método de análisis de información: el método OWA. El mencionado método recibe su nombre, al menos en la doctrina de nuestro profesor, del acrónimo de “Old Woman's Account”. O, dicho en castellano, la cuenta de la vieja. En el ejercicio al que nos enfrentábamos en ese momento del curso, “la cuenta de la vieja” requería aplicar una regla de tres. Hubo alumnos, de un grupo compuesto por empresarios y directivos entorno a los 30-40 años, que preguntaron “¿Y eso cómo se hacía?”.
Esta situación, puramente anecdótica, me llevó a reflexionar sobre cómo el sistema educativo invierte recursos formando alumnos, presentándoles conceptos, teoremas y reglas que constituyen la base, progresivamente más especializada, de uno de los muchos caminos profesionales posibles. En general los estudiantes pasan de cada etapa académica a la siguiente sin tener ni idea sobre cómo o dónde aplicar los conocimientos adquiridos y ansiosos por olvidar aquello que tuvieron que aprender para pasar el examen correspondiente. Al final de la etapa formativa han pasado un 30% de su vida preparándose para un futuro profesional que finalmente les pilla desprevenidos, desorientados y sin memoria de lo que han aprendido porque no supieron ver, y tampoco les supieron hacer ver, su utilidad instrumental para el ejercicio de una profesión.
De lo anterior se podría concluir que la calidad del sistema educativo es deficiente o que los estudiantes no están motivados. Pues mi opinión es que la sociedad es la culpable; y con ello no me refiero a la sociedad como ente abstracto, no. Quiero decir que todos somos culpables de esa falsa impresión generalizada de que es posible “vivir bien”, con lo que cada uno entienda por ello, sin esforzarse, aportar o sudar mucho. Como consecuencia directa de lo anterior: en el sistema educativo resulta que al final de la formación académica, durante la que se desperdician innumerables ocasiones de adquirir conocimientos y habilidades, algunos recién licenciados piensan que alguien les pagará un sueldo de primer nivel independientemente de lo que aporten o dejen de aportar. O de otro modo: que les darán duros a cuatro pesetas.
Eso sí, que nuestro tiempo valga mucho parece no implicar que consideremos que el de los demás también lo valga: se intuye una creencia, también generalizada, sobre un “cuasi derecho” a adquirir muchos bienes y servicios con la menor fracción posible de la remuneración percibida. Para que unos puedan comprar muchos bienes con poco dinero, otros tienen que producir barato y los que trabajan para ellos tienen que percibir remuneraciones bajas. No parece muy equilibrado, especialmente para los últimos; ni que el actual reparto de papeles, claramente entre Este y Oeste, Oriente y Occidente, vaya a durar para siempre.
¿Entonces qué? Pues que hay que formarse, trabajar, esforzarse, resolver problemas y generar valor para el resto de la sociedad/mercado. No se puede desperdiciar, ni permitir que se desperdicie, ninguna oportunidad. Por lo tanto tampoco se debe permitir que los estudiantes terminen su formación sin saber que el conocimiento al que están expuestos está plagado de claves para abordar futuras situaciones que necesitarán resolver por ellos mismos. Y que cuando llegue el momento de aplicarlos no valdrá con decir “es que ya hace mucho que estudié eso, explícame como se hace”.
Habrá quien piense que con el actual desarrollo de la tecnología tampoco hay que ser un genio ni trabajar muchas horas para poder vivir. Correcto, pero seamos conscientes de que ya casi nadie se conforma con comer lo que caza, tener un tejado sobre su cabeza y estar vivo unos cuantos años. La mayoría queremos comer de forma equilibrada a pesar de no tener una granja, viajar a sitios lejanos en aviones rápidos y cómodos, mantenernos informados sobre lo que sucede en todo el planeta gracias a las telecomunicaciones, aliviar nuestras tareas diarias con herramientas que nos evitan esfuerzos físicos, tener disponibles medicinas que hacen leves enfermedades antes graves, etc., etc.
Todos esos “adelantos” tienen su origen en el esfuerzo de millones de personas en todo el mundo que investigan, innovan, producen alimentos y fabrican bienes y servicios que hacen nuestra existencia más agradable, confortable y larga. Por otro lado hay gente que, disfrutando de plenas capacidades, no aporta a la sociedad/mercado valor que justifique el pan que se come ni tienen intención de hacerlo. Lo peor es que se jactan de lo “bien que viven” con lo poco que trabajan, considerando su situación “un chollo”. De nuevo la eterna e ingenua búsqueda de duros a cuatro pesetas.
Una vez, durante un almuerzo, Jordi Nadal me dijo lo siguiente sobre las probabilidades de éxito de la actividad empresarial en la que se había embarcado: “cuando me preguntan qué me hace pensar que voy a tener éxito con esta empresa respondo: soy más inteligente que la media y trabajo más que la media; eso mejora las probabilidades de éxito”. Tiene toda la razón y es de aplicación a individuos, empresas y grupos sociales por igual. No se puede tener garantía absoluta, pero el trabajo inteligente, el esfuerzo medido y bien dirigido son capaces de inclinar la balanza hacia el lado que más nos interesa.
Para terminar, mi recomendación para los futuros empresarios que lean este artículo y todo aquel preocupado por su futuro individual y colectivo es: formarse concienzudamente con sentido práctico de lo que se está aprendiendo y trabajar de una forma inteligente y bien planificada. No garantiza el éxito, pero incrementa las probabilidades de atisbarlo de vez en cuando.
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