Diario El Mundo, edición de Castilla y León. 25 de septiembre de 2018.
Muchas son las expectativas puestas en los coches de conducción autónoma que, ahí va otra, serán la norma en menos de diez años.
Es fácil imaginar cómo haremos viajes de varias horas en coche ocupados en trabajar o descansar mientras de la conducción se ocupa un sistema automático. O cómo un vehículo vendrá a recogernos y al llegar al destino nos bajaremos y marcharemos sin preocuparnos de aparcarlo. Lo cierto es que todo lo anterior ya lo disfrutamos cuando utilizamos el servicio de taxi; por lo que en lo que respecta a desentendernos de la labor de conducir, el principal cambio será la sustitución del conductor humano por sistemas electrónicos gobernados por un software. Esto, sin duda, tendrá sus ventajas, sus inconvenientes y sus consecuencias.
Lo que realmente va a producir el cambio más visible es la comunicación permanente entre todos los vehículos que se encuentren circulando simultáneamente
Lo que más me atrae de este inminente conjunto de tecnologías no es su capacidad de guiar un vehículo cuidando de la seguridad de las personas y respetando las normas de tráfico vigentes en ese momento. Lo que realmente va a producir el cambio más visible es la comunicación permanente entre todos los vehículos que se encuentren circulando simultáneamente en un mismo entorno geográfico. Y no me refiero a que cada conductor vaya muy atento a su “WhatsApp”, como resulta peligrosamente habitual. Se trata de un nueva parcela del “Internet de las Cosas”, a la que todos los vehículos enviarán información sobre su posición, velocidad, destino, próximas maniobras previstas, urgencia de su desplazamiento, etc, etc. Un algoritmo controlará todo ese tráfico de miles de vehículos para minimizar ineficiencias como son las paradas innecesarias, errores, maniobras bruscas, etc.
Se acerca el día en el que se debata el cambio de las normas de circulación para adecuarlas a la futura realidad en la que los conductores humanos serán minoría
A día de hoy, cuando me veo detenido en una cola de un cruce regulado por semáforos, me suelo imaginar que cada vez que el semáforo se pone en verde todos los vehículos avanzamos simultáneamente -como si estuviéramos unidos por una barra de hierro imaginaria- en lugar de que cada uno espere a que avance el que tiene delante para iniciar su propia la marcha. Es evidente que esta forma de reanudar la marcha no es realizable con precisión por conductores humanos pero tiene grandes ventajas: por cada ciclo de semáforo cruzarían más coches, se reducirían las emisiones de gases de escape en esos tramos y se evitarían numerosos choques entre vehículos. El mecanismo anterior funciona desde hace décadas en instalaciones en las que los vehículos y la infraestructura están automatizados y son controlados por un sistema informático: centros logísticos, fábricas, centros de clasificación de equipajes y paquetería, etc.
Se acerca el día en el que se debata el cambio de las normas de circulación para adecuarlas a la futura realidad en la que los conductores humanos serán minoría frente a la mayoría de vehículos autónomos y conectados.
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